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Una voz en la radio, una intuición, una puerta que se abrió sin entender del todo por qué.

Así comenzó mi camino con el Reiki: entre dudas, silencios y una calidez que aún hoy vive en mí.

Te cuento cómo empezó todo:

Era 2012.
Vivía una etapa difícil, y las noches se me hacían eternas. Dormir era casi imposible. Me aferraba a un programa deportivo que escuchaba en la radio hasta altas horas… y justo después, llegaba ella: una mujer con voz serena, profunda, envolvente. Era clarividente y médium. Compartía historias, respondía consultas en directo… y aunque no la conocía, su voz me transmitía una paz que, por entonces, me resultaba inalcanzable.

Un día, tras pensarlo bastante, decidí ir a verla en persona. Quería una sesión con ella. Recuerdo bien los nervios al entrar en la consulta, pero la experiencia fue tan buena que acordamos vernos de nuevo unos meses más tarde. Quedaban temas por tratar y seguir la evolución de otros que habíamos abierto juntos.

Fue en ese segundo encuentro cuando me miró, con una calma rotunda, y me dijo:
—Hay un curso de Reiki, y tú tienes que estar ahí.

Yo no tenía ni idea de qué era eso. En aquella época no era tan fácil como ahora buscar en internet. Apenas se hablaba de Reiki. Nunca lo había escuchado antes. Aun así, algo dentro de mí dijo que sí.

Me apunté a un curso de fin de semana. Costaba 150 euros. Cuando llegué, era casi el único chico y, sin duda, el más joven de la sala. Pasamos la mañana hablando de Reiki, meditando… y llegó el momento de la iniciación.

La maestra nos dijo que podríamos sentir cosas, ver imágenes, experimentar alguna señal.
Pero yo no sentí nada. Ni una imagen. Ni una vibración. Nada.

Cuando nos pidió que nos pusiéramos las manos en el pecho para notar el calor del Reiki, seguía sin sentir absolutamente nada. Me sentía fuera de lugar. Ridículo. Todos compartían sus experiencias… y yo me preguntaba qué hacía allí.

Durante la pausa para comer pensé en no volver. Pero había un japonés justo al lado, y me fui con el grupo. Quizá por educación, quizá por curiosidad… regresé al curso.

Después de una meditación con aroma de siesta, comenzamos la práctica. Nos pusimos por parejas y empecé a colocar mis manos sobre una compañera. Seguía sin sentir nada. Ni calor, ni cosquilleo, ni energía.
Al terminar, le pregunté tímidamente qué había sentido.
—Mucho calor —me dijo—, muy intenso en todas las posiciones.

No le creí. Pensé que era por cortesía, para que no me sintiera mal. Le agradecí sus palabras, pero sin creérmelas del todo.

Luego me tumbé yo. Y entonces… despertó todo.

Sentí, por primera vez, el calor del Reiki dentro de mí. Una calidez suave, envolvente, que me abrazaba desde dentro. Una sensación de paz como pocas veces había sentido. No era solo una emoción: era algo físico, energético, espiritual. Era Reiki. Y ese primer instante se quedó grabado para siempre en mi corazón.

El resto de la tarde voló. Empecé a notar sensaciones en mis manos, en el cuerpo de los demás. Me sentí más cómodo, más presente, más en casa. Cuando volví, solo quería seguir practicando. Ponerle las manos encima a todo el mundo. Compartir esa sensación maravillosa que acababa de descubrir.

Así comenzó mi camino en el Reiki. No fue Reiki Japonés, como el que hoy practico y enseño. Fue lo que muchos llaman Reiki occidental. Pero para mí, fue mucho más: fue una puerta. La entrada a un mundo de sanación, energía… y amor.

Otro día, si os apetece, os contaré más historias.
Pero esta fue la primera.
La más inocente.
La más reveladora.
La más humana.

Xavi GIner

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