Hay dioses que descienden en forma de luz. Otros, llegan entre sombras. Y luego está Fūjin. No vino del cielo. Se escapó de una grieta. No habló. No enseñó. Solo sopló.
El viento que lo acompaña no es el de las caricias suaves. Es el que dobla árboles, cambia rumbos, sacude lo estancado. Un dios que no pide culto, pero al que se respeta cuando las nubes se abren y la atmósfera cambia.
Esta es su historia. O al menos… lo que el viento ha dejado que contemos.
Lo que se escapó de Yomi

La historia no empieza con él. Empieza con una grieta.
Izanagi, el creador, había descendido al mundo de los muertos. Buscaba a su esposa, Izanami, que había cruzado al otro lado demasiado pronto. Pero lo que encontró no fue la mujer que amaba, sino algo irreconocible: un cuerpo ya reclamado por la descomposición, la carne abierta por gusanos, la mirada vuelta sombra.
Huyó. No como un dios, sino como cualquier ser vivo que ve lo inevitable demasiado cerca.Y nn su desesperación, al alcanzar la salida de Yomi, colocó una roca sagrada en la entrada. Selló la oscuridad. Cerró la puerta. Intentó olvidar.
Pero nadie puede sellar del todo el mundo de los muertos. Siempre queda una rendija. Por esa rendija que quedó, salió algo. No un espíritu. Algo más salvaje. Más antiguo. Una fuerza que no había sido nombrada aún.
Primero se oyó un estruendo lejano. Después, una corriente de aire tibio. Y luego una risa. Era una risa rota, húmeda, como si se hubiera gestado bajo tierra durante siglos. Dos figuras emergieron del vacío, cubiertas de polvo negro y energía suelta. Uno llevaba tambores. El otro, un gran saco que se inflaba con cada paso.
Eran dos hermanos; Raijin y Fūjin. El trueno y el viento.
Una bolsa, un gesto y el cielo temblando

Fūjin caminaba sin rumbo. Su cuerpo era alto, huesudo. Tenía la piel verdosa, como si hubiera brotado de un campo que aún no conoce el sol. El pelo, rojo y enmarañado, le caía por la espalda, pegándose a la piel húmeda de niebla. Sus ojos no eran malignos, pero no asomaba la bondad en ellos. Parecían llenos de algo antiguo, algo que aún no entiende el lenguaje de los hombres.
Llevaba a la espalda un gran saco. No era una bolsa cualquiera. Era como un pulmón de tela, hinchado por dentro con algo vivo. Cuando lo abría con un simple gesto, como quien desata un nudo flojo, el aire cambiaba.
El cielo se curvaba. Los árboles se inclinaban. Los tejados crujían en la distancia.
Los aldeanos decían que era un demonio. Un oni, un castigo. Pero los dioses lo miraban con otra clase de inquietud.
Porque sabían que no era destructivo. Fūjin no arrasaba por rabia. Lo hacía por instinto. Como el viento que barre una llanura seca. Como la ráfaga que derriba lo que ya estaba a punto de caer.
No hablaba. No chillaba. Solo aparecía. Y cuando lo hacía, los perros se alborotaban, los niños dejaban de correr, y las puertas se cerraban sin manos.
Raijin golpeaba sus tambores. Fūjin solo abría su saco. Y el mundo respondía.
El día en que el cielo dijo basta

Pero incluso el cielo tiene límites. Y hubo un día, no se sabe si fue primavera o verano, en que los campos no florecieron. El viento había barrido las flores antes de que se abrieran. Las casas perdían sus techos. Las barcas volvían sin remos. La tormenta ya no era pasajera: se había instalado.
Los dioses se reunieron. Treinta y tres de ellos, los más antiguos, los más estables. Se vistieron de fuego y luz. Bajaron a la Tierra con espadas de oración y redes tejidas con hilos de fe.
Fūjin los vio venir. No huyó. Abrió su saco. Solo un poco. Pero no bastó. Lo rodearon. Lucharon durante siete noches. El trueno fue el primero en caer. Encerraron a Raijin entre montañas. Luego consiguieron atar al dios del viento. A Fūjin lo encadenaron con palabras sagradas, como si su cuerpo entendiera el lenguaje, aunque él no lo hablara.
Cuando estuvo rodeado y atado, cuando ya no pudo moverse ni abrir su saco, no se rebeló más. Solo bajó la mirada.
Y por primera vez, cerró el saco con sus propias manos.
Entonces Bonten, el más alto entre los dioses, se acercó. Le ofreció una opción.
—Puedes disolverte en el vacío… o puedes quedarte y proteger lo que alguna vez quisiste barrer.
Fūjin no respondió. Solo asintió. Y así, el viento se convirtió en guardián.
El viento que no olvidó su promesa

Pasaron siglos. Los hombres olvidaron los nombres verdaderos. Los dioses se volvieron estatuas. Y el viento… seguía soplando. Hasta que un dia asomaron unos barcos por el horizonte. Miles de ellos. Con estandartes extranjeros. Con acero. Con ambición. Los mongoles venían a conquistar Japón.
Los rezos subieron al cielo, pero los dioses callaban. Entonces, una tarde de agosto, el mar cambió de color. El aire se volvió espeso. Las aves huyeron hacia el interior. Y el viento empezó a soplar. Primero como un murmullo. Luego como un rugido.
Las velas de los barcos empezaron a rasgarse. Las olas se alzaron como montañas. Y los barcos se hicieron añicos contra una costa que parecía empujarlos lejos.
El pueblo no vio al dios. Pero supieron que había estado allí. Le llamaron kamikaze: viento divino. Pero los ancianos decían otra cosa, mientras sorbían té en las noches:
—Fue él. Fūjin ha vuelto a soplar.
El que vigila sin pedir nada

Hoy su imagen aparece en templos, puertas y murales. Un ser de gesto feroz, pero mirada atenta. Sigue llevando su saco. Ya no lo abre con tanta frecuencia. Solo cuando es necesario.
Lo verás al lado de Raijin, flanqueando los portales como dos perros celestiales. O en biombos dorados, con el cuerpo en tensión, como si estuviera siempre a punto de volver a soplar. Pero más allá del arte, más allá de los textos, hay algo más.
A veces, en las tardes en que todo parece quieto, se levanta una ráfaga que desordena los papeles, agita las cortinas, o acaricia la nuca como un recuerdo inesperado.
En esos momentos, no pienses que fue casualidad. Piensa que tal vez él pasó cerca. No para arrasar. Sino para recordarte que todo puede cambiar. Que el movimiento es parte de la vida. Y que, incluso cuando no lo ves, el viento te acompaña.
Cuando el viento cruza pantallas: Fūjin en la cultura popular
El viento también ha soplado en el arte moderno, tomando forma en videojuegos, anime y manga. A veces lleva su nombre. Otras, se esconde en símbolos, personajes o atmósferas que lo evocan sin nombrarlo.
En Mortal Kombat, Fujin es el dios del viento, hermano de Raiden. Controla ráfagas, levita, y aparece como una figura noble y poderosa.
En Final Fantasy VIII, Fujin y Raijin forman un dúo inseparable, reflejando la energía complementaria del viento y el trueno.
En The Legend of Zelda: The Wind Waker, el viento guía literalmente el destino: el jugador lo invoca con una batuta mágica para cambiar las corrientes, como si Fūjin susurrara desde el cielo.
Pokémon también se inspira en él: Tornadus, un legendario de la quinta generación, flota entre nubes y desata tormentas, retomando el arquetipo del dios del viento.
En el anime, Naruto presenta a Fujin y Raijin como personajes menores, pero la esencia está en el contraste entre Naruto (viento) y Sasuke (rayo), un eco moderno de su dualidad mitológica.
En One Piece, la saga de Skypiea recoge el imaginario de Raijin en el personaje de Enel, y aunque Fūjin no aparece, el viento y el clima sagrado evocan su presencia.
Y en Studio Ghibli, Fūjin está sin estar.
En Nausicaä del Valle del Viento, el viento es fuerza, presagio, protección.
En El viaje de Chihiro o Mononoke, lo invisible sopla entre mundos, cambia rumbos, acaricia o despierta. Ghibli no lo muestra… pero lo siente. Como Fūjin mismo.
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