A veces los caminos más sencillos esconden señales profundas. Un paseo cualquiera puede convertirse en un viaje de escucha interior, donde lo invisible nos guía hacia lo que está destinado a encontrarnos. Esta es la historia de cómo, entre las calles de Sant Antoni, descubrí que no siempre somos nosotros quienes buscamos a los objetos… sino ellos quienes nos llaman para caminar a nuestro lado.

El helado, el libro y la primera señal

Hace poco decidí regalarme una tarde tranquila de paseo por Barcelona. Me acompañaba uno de mis podcasts favoritos, La historia es ayer, cuyas historias disfruto mientras dejo que la narración acompañe mis pasos. Esa tarde, el paseo me llevó hasta el corazón del barrio de Sant Antoni.

De pequeño había pasado muchas horas en esa zona, pues una de mis abuelas vivía allí. Por eso, cada vez que regreso, me gusta mantener una pequeña tradición: hacer una parada en una de las horchaterías y heladerías más clásicas de la ciudad, Sirvent. Nunca he sido muy fan de la horchata —aunque reconozco que la hacen muy buena— y como tantas otras veces, pedí una terrina de chocolate. Mi idea era sentarme en uno de los bancos cercanos para disfrutar del helado y combatir el húmedo calor de la ciudad condal, pero las obras en la zona no lo hicieron posible. Seguí caminando hasta encontrar un banco en la esquina, donde el bullicio y las largas colas de la horchatería se desdibujaban un poco.

Me senté, saboreando el helado y dejando que el podcast llegara poco a poco a su final, igual que mi terrina. Cuando terminé, saqué de la mochila un libro —Open, la biografía de André Agassi— y me dispuse a leer bajo la sombra. Siempre llevo un libro conmigo en estos paseos: nunca sé cuándo encontraré un rincón que invite a la calma.

Mientras empezaba a leer, sucedió algo curioso. Sentí una presión en la nuca, como si una presencia invisible me reclamara atención. Me giré. No había nada extraño, ninguna figura ni movimiento fuera de lo común, pero mi mirada se posó en una tienda repleta de objetos antiguos, casi un trastero abierto al público, con figuras, televisores que me devolvieron a mi infancia, relojes y mil reliquias desordenadas. Intenté ignorar aquella sensación y regresé a la lectura.

No duró mucho. La voz interior volvió:
—Xavi, entra.
—Ahora no, estoy leyendo. Cuando acabe, quizás.
—Vale… pero entra.

Cuando las señales son así de claras y persistentes, sé que no debo ignorarlas. Terminé el capítulo, guardé el libro en la mochila y me levanté. Me acerqué al escaparate: una montaña de objetos descansaba apilada frente al cristal, atrapados en otra época. Había tantas reliquias y antigüedades que mis ojos no daban abasto. Tras esa primera inspección, crucé la puerta.

La tienda de antigüedades

El olor a antigüedad me envolvió de inmediato: madera vieja, polvo, porcelana y un aire impregnado por el paso del tiempo. Sentí que caminaba hacia atrás: a recuerdos de mi infancia, y más allá, a épocas de las que solo había oído hablar en boca de mis padres, tíos y abuelos.

—De acuerdo, aquí estoy —me dije a mí mismo.

Me dejé llevar por los pasillos estrechos, incapaz de concentrar la atención en algo concreto ante la abrumadora cantidad de objetos. Las estanterías estaban llenas de figuras de porcelana de colores, tamaños y formas diversas. Cuberterías incompletas, relojes que hacía tiempo habían dejado de marcar la hora, trofeos que recordaban glorias de otros tiempos. Y entonces, entre uno de los muchos estantes llenos de porcelanas, ocurrió el encuentro: una figura me estaba mirando.

Me detuve.
—¿Qué hace esto aquí?

El encuentro con los Dioses

No podía ser. Reconocí de inmediato a Daikokuten, una de las deidades japonesas con las que he trabajado y con quien tengo conexión. Allí estaba, escondido entre objetos sin relación, mirándome con calma y diciendo sin palabras: “Sácame de aquí. Quiero ir contigo”.

Me sorprendió ver que para nada era japonés ni había sido fabricado en Japón. ¿Quién conoce a esta deidad fuera de allí como para producirla? —me preguntaba. Respuestas que más tarde encontraría en los Registros Akáshicos.

La tomé entre mis manos, la miré a los ojos, pero la dejé de nuevo en el estante. Seguí caminando entre recuerdos y objetos desposeídos de sus dueños, intentando convencerme de que solo era casualidad. Pero poco a poco la sensación se hacía más clara: la figura me había llamado para que la sacara de allí.

Al regresar, confirmé lo inevitable: Daikokuten venía conmigo. Y no estaba solo. En otro estante descubrí a Benzaiten, diosa japonesa de la música, el arte y la sabiduría. Sentí que también quería sumarse al viaje. Ya que estaba allí, acepté la invitación.

Salí de la tienda con las dos figuras envueltas con cuidado. Mientras volvía, pensé que serían el complemento perfecto para el juego de té chino de porcelana que me habían regalado, piezas que ya aguardaban su lugar en mi consulta.

El pequeño búho que aparece en la foto tiene otra historia. Fue un regalo que nunca pude entregar a la persona a la que estaba destinado. Con el tiempo, decidí adoptarlo y que se quedara conmigo, a la espera de que algún día quizá cumpla su propósito original.

Hoy, las tres figuras me acompañan. Y cada vez que las miro recuerdo esa tarde en la que comprendí una vez más que, en ocasiones, no somos nosotros quienes elegimos los objetos, sino ellos quienes nos eligen a nosotros.

Daikokuten me recuerda la importancia de honrar el trabajo y la abundancia que se cultiva día a día. Benzaiten me inspira a mantener viva la música interior, la belleza y la sabiduría que nutren el alma. Y el pequeño búho me enseña que incluso lo que nunca llegó a destino puede transformarse en símbolo de protección y compañía.

Al final, no traje a casa simples figuras de porcelana. Traje aliados espirituales que eligieron estar aquí, conmigo, en este camino y en este lugar. 🌌✨


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Xavi GIner

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