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En los albores del tiempo, cuando cielo y tierra aún no conocían del todo sus formas, y el viento era apenas un murmullo sin rostro, los antiguos kami –las deidades del Japón primigenio– tejían los hilos invisibles del universo. Entre ellos, hubo una que transformó la historia, no sólo de los dioses, sino también de los hombres: Amaterasu Ōmikami, la gran diosa del sol.

Su leyenda no es sólo un mito ancestral, sino el corazón palpitante de la espiritualidad japonesa. Su nombre significa literalmente “la gran deidad que ilumina el cielo”, y su luz no solo da vida a los campos, sino que también ha guiado a emperadores, rituales y generaciones enteras.


Nacimiento desde la purificación

 La historia comienza con Izanagi-no-Mikoto, uno de los dioses creadores, que tras visitar el inframundo quedó impregnado por las sombras del Yomi. A su regreso, decidió purificarse sumergiéndose en un río sagrado. Fue durante ese rito de limpieza que el milagro ocurrió: de su ojo izquierdo brotó una luz inigualable, tan intensa que incluso el cielo pareció encenderse. Así nació Amaterasu, la diosa solar.

Del ojo derecho de Izanagi nació Tsukuyomi, el dios de la luna, y de su nariz surgió Susanoo, el dios de las tormentas. A cada uno se les confió un reino: Amaterasu recibió el cielo, Tsukuyomi la noche, y Susanoo el mar profundo. Pero de los tres, fue Amaterasu quien se convirtió en símbolo de equilibrio, orden y vida.


El caos, la oscuridad y la retirada de la diosa

Durante mucho tiempo, Amaterasu reinó en Takamagahara, el Reino Celestial, donde su luz sostenía la armonía entre los dioses y la tierra. Pero su hermano Susanoo, envuelto en un torbellino de emociones violentas, desobedeció su destino. Ascendió a los cielos en un arrebato de caos y desató su furia: destruyó campos sagrados, rompió canales de irrigación celestiales, y profanó la sala donde las tejedoras divinas entrelazaban los hilos del cosmos.

Fue entonces cuando ocurrió la gran tragedia. Una de las tejedoras celestiales, sorprendida y aterrada por los actos de Susanoo, cayó sin vida. Amaterasu, profundamente herida en su espíritu, se retiró. Se escondió en la Amano-Iwato, la Gruta de la Roca Celestial, y cerró la entrada con una piedra inmensa. Su luz, su calor, su presencia… desaparecieron del mundo.

La oscuridad se extendió como una plaga. Las cosechas se marchitaron. Los hombres vagaban sin rumbo. El equilibrio del mundo se quebró.


El regreso de la luz

Los dioses, alarmados por la ausencia de la luz solar, se reunieron en consejo. Comprendieron que no podían forzar la salida de Amaterasu. En cambio, idearon una danza. Frente a la cueva, colgaron un espejo bruñido y joyas celestiales. Encendieron fuegos y llamaron a la risa y al juego.

La diosa Uzume, alegre y extrovertida, danzó con tal desparpajo que los dioses estallaron en carcajadas. Desde su escondite, Amaterasu se sintió intrigada por aquel alboroto. Retiró ligeramente la piedra… y en ese momento, su rostro se reflejó en el espejo. Al ver ese destello, la memoria de su propio esplendor tocó su corazón.

La entrada fue abierta por los dioses, y la diosa del sol fue guiada de nuevo al mundo. Su luz volvió a teñir de oro los campos. Los árboles reverdecieron. Las sombras retrocedieron. El mundo volvió a respirar.

Susanoo fue desterrado a la tierra, donde más tarde buscaría su redención, venciendo a la serpiente de ocho cabezas y ofreciendo una espada sagrada a su hermana. Aquella espada, junto con el espejo y la joya que colgaron ante la cueva, formarían el trío de objetos conocidos como los Tres Tesoros Sagrados de Japón, símbolos de la verdad, la benevolencia y el valor.


De diosa a madre de emperadores

Con el mundo en paz, Amaterasu volvió su mirada hacia la tierra. Comprendió que no podía reinar sola desde los cielos. Entonces envió a su nieto, Ninigi-no-Mikoto, a gobernar las llanuras del mundo. Le entregó los tres tesoros como emblema de su linaje. Y de él, en generaciones sucesivas, nacería Jinmu, el primer emperador de Japón.

Así, el linaje imperial quedó vinculado para siempre a la diosa del sol. Aún hoy, el emperador japonés es considerado descendiente directo de Amaterasu. Y el símbolo del país –el disco rojo sobre fondo blanco– representa su luz, naciendo cada día sobre el horizonte del este.


Su templo, su presencia, su legado


En la prefectura de Mie, entre bosques sagrados, se alza el Gran Santuario de Ise, el lugar donde se venera a Amaterasu desde hace más de dos mil años. Allí, cada veinte años, el templo entero se reconstruye desde cero, siguiendo rituales milenarios. No como señal de destrucción, sino de renovación: porque lo sagrado, como la luz, debe renacer una y otra vez.

No sólo en Ise, sino en cientos de santuarios, peregrinos y devotos siguen honrando su figura. En cada primer amanecer del año, muchos japoneses contemplan el sol naciente como un saludo directo a Amaterasu. No sólo como deidad, sino como presencia viva, como energía que habita en lo profundo de la tierra y en lo alto del cielo.


Luz que nunca se apaga

La historia de Amaterasu no es solo la de una diosa. Es la memoria de cómo la luz puede retirarse… pero también regresar. Es un recordatorio de que incluso en los tiempos más oscuros, siempre habrá un espejo, una danza, una risa, capaces de invitar a la luz de vuelta.

Y así, cada vez que el sol nace sobre Japón, cada vez que los campos florecen bajo su calor, los antiguos susurran: Amaterasu está aquí. Y sigue brillando.


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Xavi GIner

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